viernes, 22 de agosto de 2014

A QUE OS SUENAN ESTAS PALABRAS

“La expansión imperialista había sido desencadenada por un curioso tipo de crisis económica: la superproducción de capital y la aparición de dinero ‘superfluo’, resultado de un exceso de ahorro que ya no podía hallar inversiones productivas dentro de las propias fronteras nacionales… la inversión de poder no abrió el camino a la inversión de dinero, sino que siguió mansamente al dinero exportado, dado que las inversiones incontrolables en lejanos países amenazaban con convertir en jugadores a grandes estratos de la sociedad, con hacer que toda la economía capitalista dejara de ser un sistema de producción para trocarse en un sistema de especulación financiera y con sustituir los beneficios de la producción por los beneficios de las comisiones. La década inmediatamente anterior… presenció un crecimiento sin precedentes de las estafas, los escándalos financieros y el juego de la Bolsa.”1

    Parecen de rabiosa actualidad. Sin embargo se refieren al último tercio del siglo XIX y a un proceso que llevó inexorablemente al desencadenamiento de dos guerras mundiales y a la formación de estados totalitarios. Son palabras de Hannah Arendt, incluidas en el 2º tomo de su obra Los orígenes del totalitarismo. En el mismo tomo expone también esta pensadora: “Los empresarios de mentalidad imperialista, a quienes las estrellas enojaban porque no podían apoderarse de ellas, comprendieron que el poder organizado en su propio beneficio engendraría más poder. Cuando la acumulación de capital alcanzó sus límites naturales y nacionales, la burguesía advirtió que sólo con una ideología de ‘la expansión lo es todo’, sólo con el consiguiente proceso de acumulación de poder sería posible poner de nuevo en marcha el viejo motor. En el mismo momento, empero,  cuando parecía como si se hubiera descubierto el auténtico principio del movimiento perpetuo, resultó quebrantado el talante específicamente optimista de la ideología del progreso. No es que nadie comenzara a dudar de la irresistibilidad del proceso mismo, sino que muchas personas empezaron a ver lo que había asustado a Cecil Rhodes: que la condición humana y las limitaciones del globo constituían un serio obstáculo para un proceso que era incapaz de detenerse y de estabilizarse, y que por eso sólo podía iniciar una serie de destructivas catástrofes una vez que hubiera alcanzado estos límites.”[2]


    A casi siglo y medio de distancia nos encontramos hoy en una fase más avanzada de este proceso movido por el mismo ciego impulso. Las llamadas “leyes de la economía de mercado”, que no son otra cosa que las tercas, inmisericordes prácticas de la economía capitalista, han traído consigo un gigantesco paro generalizado, corrientes de emigración desesperada, deslocalizaciones industriales en busca de reservorios de mano de obra explotable hasta los límites de mera subsistencia e incluso por debajo de ellos, retrocesos o pérdida de derechos adquiridos por las clases trabajadoras en largas y penosas luchas contra los abusos de la patronal en busca incesante del “beneficio” (por otro nombre plusvalía: trabajo no pagado).

    Los grandes poderes de este mundo: el capital, los gobiernos y los políticos de la mayor parte de las “oposiciones” parlamentarias, la ideología dominante y gran parte de los medios académicos oficiales y privados nos quieren convencer de que la solución es más “crecimiento”, más expansión del capital, mayores márgenes para las rentas de las clases poseedoras, más desregularización de las actividades económicas, a la que ellos llaman “flexibilización”. A este dogma hay que responder no solo con razones éticas y humanas relativas al creciente malestar de las clases trabajadoras, que no pueden seguirse doblegando indefinidamente a las imposiciones de la economía capitalista que ve en ellas no a un conjunto de seres humanos, sino a un mero “factor” de producción de usar y tirar, como tantos productos en gran parte superfluos que inundan los mercados. Les responderán, les están respondiendo ya, los límites físicos y ecológicos de la nave cósmica en la que recorremos el espacio-tiempo. Esos límites no se dejarán engañar por más empeño que pongan en ello los grandes poderes. Su margen de “flexibilidad” es reducido y, en cuanto se traspasa, la respuesta no se deja esperar, en forma de desequilibrios, trastornos de los ciclos naturales: contaminación de recursos, agotamiento de otros, reajustes violentos en forma de “catástrofes naturales”, y la amenaza, cada vez más patente, de que la intervención humana dentro del ecosistema global provoque cambios irreversibles (como el cambio climático) que hagan inviable la vida, por lo menos la de la especie humana.

    Cierto que la propaganda del sistema no se dirige a la inasequible naturaleza, sino a las mentes y las sensibilidades de los seres humanos, en gran parte cautivos de la poderosísima máquina del Gran Engaño que constituyen los diversos medios de  comunicación. No solo los que solemos llamar así, sino también gran parte de la comunicación en forma de enseñanza y aprendizaje, e incluso el habla, cuajada de sobrentendidos, estereotipos y clichés que disfrazan la realidad en vez de revelarla. En gran medida nuestros actos, decisiones, deseos e incluso pensamientos están teledirigidos por poderes que nos son ajenos y cuyas instrucciones nos llegan cifradas en códigos que desconocemos hasta el punto de no reparar en ellos.

    La realidad se nos presenta descoyuntada: por un lado la urgencia de encontrar o de conservar un puesto de trabajo a toda costa, para no caer en la indigencia o incluso, según el punto geográfico de nuestra ubicación y el momento al que nos refiramos, morir de hambre; por otro, una visión futurista que, o bien es catastrófica, o bien nos presenta la utopía de “un mundo diferente”, suponiendo que los seres humanos hayamos por fin aprendido a organizar nuestra vida con eficiencia ecológica. Curiosamente la “realidad” oficial ha dejado de ofrecernos ninguna visión coherente, salvo las infinitamente parceladas visiones implícitas que podamos vislumbrar o deducir si miramos a través de las ventanillas de las infinitas especialidades de la producción, de la política o del conocimiento. Eso sí, vaga o implícitamente se sigue rindiendo culto al cadáver del ininterrumpido e ininterrumpible “progreso”. Hace más o menos una generación subsistía la idea difusa de que “las cosas” estaban mejorando e iban a mejorar paulatinamente. Hoy se nos ha filtrado en el ánimo que van empeorando con creciente celeridad.

    ¿Qué esperanza podemos poner en la eficiencia ecológica? Resulta peculiar que en un mundo que rinde culto a la eficacia, concepto más ciego, e incluso a la eficiencia, conjunto de acciones eficazmente aplicadas a un objetivo en un contexto complejo, se haya prestado atención tan tarde a la necesidad de eficiencia ecológica. Principalmente se habla de eficiencia ecológica en relación con cultivos o procesos productivos limitados que no dañan especialmente el medio ambiente. Pero un ecosistema, y en especial el ecosistema global de la Tierra, se basa en la complejísima trama de interacciones de todos sus seres vivos, más los factores geológicos e incluso cósmicos. Semejante inabarcable complejidad solo puede ser respetada en algún grado si cambiamos radicalmente la orientación de la acción humana, del comportamiento del primate humano, ateniéndonos a la imperiosa necesidad para la supervivencia de la especie de restaurar los equilibrios ecosistémicos que están siendo destruidos. Tal cambio requiere en primer lugar desarrollar una ciencia general del ser humano, un estudio de la formación inacabada de la especie o antropopoyesis, en relación con  su medio y con la evolución general de la vida en el planeta. Con esta orientación podríamos empezar a generar una eficiencia eco-antrópica, una Eco-Antropo-Eficiencia, digna de un ser que se haga responsable de la salud y de la historia continuada del planeta.
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[1] Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo, tomo 2. Imperialismo. Madrid 1987, p. 220
[2] Ib., p. 232.