viernes, 5 de diciembre de 2014

EN TIEMPO NORMAL...

era una frase que se generalizó después de la Guerra (In)civil. Brotó de esa intuición que tienen los pueblos para expresar las verdades que sienten en su profundidad interior. El Régimen Genocida no pareció percatarse de ella. Hasta tal punto quería sentirse seguro de que el terror que inspiraba en los vencidos se bastaba para inhibir toda muestra de protesta o descontento. Porque, ¿qué expresaba la frase? Que el monstruoso estado de cosas instaurado por el franquismo podía ser cualquier cosa menos normal. Mientras el espadón del ejército perjuro pesara sobre la balanza ninguna razón ni asomo de justicia podría equilibrarla ni conceder el más mínimo derecho al pueblo derrotado por las armas. Vae victis! [¡Ay de los vencidos!]

    La única época normal había sido el breve interregno republicano. Pese a quienes, desde el primer momento conspiraran y pugnaran por volver atrás: a una monarquía que había perdido todo atisbo de legitimidad en su cohabitación con la dictadura de Primo de Rivera, o para retroceder aún más allá: a un esperpéntico caudillismo “imperialista” que condensara el medro desatado de todas las “virtudes patrias” más regresivas: el caciquismo, la ignorancia, la superstición, el sometimiento, la inanidad del pueblo…

    Tampoco restauraron la normalidad los acuerdos de la “transición”, ni el Régimen de 1978. Bastó el recordatorio de la farsa golpista del 23 de Febrero, para que se volviera atrás de la dosificada “democracia”, que empezaba por no refrendar popularmente otra opción de forma de Estado que la monarquía. Una restauración, en definitiva. El resultado fue un híbrido entre democracia burguesa, cuando ya la democracia burguesa se ha vuelto inútil ante el nuevo imperio de los factores realmente dominantes a escala mundial, y el antiguo régimen. Los franquistas pactaron entonces con la garantía de que no se haría la autopsia al cadáver del franquismo, ni se explicarían suficientemente, para conocimiento general, sus hechos, sus causas y su herencia política. Y, sobre todo, que se garantizara la perpetuidad de su medro económico, que era principalmente lo que los unió bajo el sagrado palio de Franco.
 
    La normalidad entonces perdida no puede recuperarse mirando hacia atrás. Es necesario crear una nueva, empezando por abrir en canal la realidad de nuestros días para estudiar a fondo cómo y por qué funciona como lo hace. Dónde y cómo una falsa realidad suplanta lo que debería ser normal: el cuidado y desarrollo de la vida, de la autopoyesis (Maturana y Varela), desde la salud y el normal desarrollo del individuo (la posibilidad de cumplimiento de sus potencialidades vitales, que incluyen las de su entorno social y natural) hasta el cuidado activo y cognoscente del ecosistema general.
 
    ¿Cómo es posible que, niños aún, echásemos de menos, con una nostalgia que venía de antes de nosotros, ese tiempo normal para la vida? ¿Que sintiéramos que se nos había robado ese tiempo, que era el que nos correspondía vivir? ¿Que teníamos que crecer en y con una realidad deformada, contrahecha? Se decía la frase para señalar la ausencia de algo que habría sido normal tener a nuestro alcance.
 
    Esa pérdida del tiempo normal ha sido una pérdida histórica. No tiene recuperación posible. Los que crecimos con su carencia no podemos ser los que habríamos podido ser. No ha podido desarrollarse una generación entera, no diezmada, no tarada por condicionamientos clasistas llevados al extremo, no cortado su camino por el zarpazo genocida de unas fuerzas armadas que, en vez de cumplir con su cometido de defender el suelo común, se lanzaran en su mayor parte a la destrucción de lo más avanzado que poseíamos. Y esa pérdida habían de compartirla también pueblos cuyos gobiernos temieron más la posibilidad de que se produjera en nuestro país un proceso revolucionario, que la casi certeza de que el triunfo del fascismo en España envalentonara a los Estados de esa condición. Su error de cálculo, basado en un profundo desconocimiento de lo que estaba en juego lo pagaron con una guerra de destrucción sin precedente. Los pueblos de esos Estados también fueron privados de un tiempo normal.
 
    Desde el aquí y el ahora a los que nos ha traído la historia real hemos de preguntarnos qué cosas sería normal que existieran. No en el sentido de las normas dictadas por un sistema aberrante, sino de los deseos más naturales (como mejor alimentación, mejor salud, mejor educación para todos, fomento de la plenitud vital) y desde el sentido común rescatado de las manos poderosas que también lo han deformado y falseado (tratando de convencernos, por ejemplo, de que son mejores las desigualdades sociales porque sirven de estímulo y generan más riqueza para todos). Este problema de la desigualdad es primordial, porque de él se derivan la mayor parte de los males que nos aquejan.
 
    La desigualdad social, que deforma y aumenta en desmesura las diferencias naturales entre individuos, es una negación de los derechos vitales. Crea desigualdades monstruosas que no tienen justificación en ninguna dimensión que pueda medirse de las facultades innatas. Es como si las diferencias de estatura física que coexistieran dentro de la misma especie significasen que puede haber seres humanos con la altura de un rascacielos mientras que otros tienen las dimensiones de una hormiga. Tampoco en las facultades que miden los cocientes de inteligencia y de talento se dan diferencias que superen, como máximo el triple de la capacidad mínima. Las diferencias sociales establecen en cambio diferencias astronómicas en la “remuneración” de los individuos, sin que, en los casos extremos subsista otro mérito en los más afortunados que el de haber nacido en una familia y un país determinados.
 
    La desigualdad va acompañada, además, de la exaltación de la riqueza, como si fuera una condición natural de los ricos, y de la estigmatización de la pobreza. Primero se crean las condiciones que producen la pobreza y luego se desprecia a los pobres y se les atribuye ser la propia causa de su condición, principalmente sus defectos “morales”.
 
    El desarrollo de un tiempo normal en nuestra sociedad es una tarea titánica que corresponde a la gran mayoría, aun a la que goza de cierto acomodo, que contará siempre con la oposición de los privilegiados. Pero el fermento del cambio y su posibilidad tienen que ser difundidos entre los menos favorecidos, mediante prácticas de concienciación y de transformación que vayan consiguiendo gradualmente resultados que encuentren eco en la generalidad social. Hay que tener muy presente que, de llegar a producirse, tiene que tratarse de un tiempo verdaderamente nuevo que implique un cambio y un enriquecimiento vital para todos, en el que las cosas que “tengamos” y que adquiramos no tengan una carácter alienante, como ocurre ahora con la mayoría de las cosas que tenemos y que deseamos. Sino cosas que nos ayuden en nuestro proceso de autoliberación. Solo así llegaremos a ser normales y será normal nuestro tiempo histórico.

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